Kovanda

19 de mayo de 1977. Tomo un poco de agua del río haciendo un cuenco con las manos y la devuelvo a la corriente unos cuantos metros más abajo, Jiří Kovanda, 1977

Dicen que solo los necios confunden valor y precio. En el caso de una obra de arte, el precio lo fija el mercado, y el valor… hemos de suponer que lo define la crítica, o los especialistas en el bodegón flamenco y el informalismo abstracto. Esto al menos en teoría porque ambos mundos se rigen por leyes arbitrarias y desconocidas. Y como se da por hecho que el negocio del arte debe ser más rentable que, por ejemplo, el de los juegos de azar, los agentes inmersos en la parte del mercado tratan de reducir en la medida de lo posible el margen del azar. Al fin y al cabo también los críticos modifican su valoración acerca de un artista, pero este proceso suele producirse a un ritmo mucho más lento que el del mercado, por lo cual se vuelve imprescindible, o bien las presiones del mercado sobre un cierto tipo de crítica fácilmente sobornable, o la propagación de un estado de opinión tendente a desacreditar el papel de los críticos e ignorar abiertamente su dictamen (el que los críticos actúen de cara a la galería y se desentiendan del común de los mortales tampoco ayuda mucho). En fin, la famosa calavera forrada de brillantes que un cotizadísimo artista británico puso hace unos años a la venta hubo de ser comprada, al no presentarse mejor postor, por el propio artista, aunque eso sí, de un modo indirecto y solapado que no dejase totalmente al descubierto el fracaso de la tentativa y el éxito de la operación –o viceversa, según se mire- ya que la imposibilidad total de vender la obra hubiera menoscabado considerablemente la cotización del artista. Es probable que la pieza en cuestión guarde algún mérito artístico, no lo niego, pero en cualquier caso no alcanza a justificar ni el precio asignado ni la maquiavélica operación especulativa a través de la cual asaltó los medios y penetró en el circuito artístico. Y mientras este tipo de cosas ocurren a bombo y platillo, el arte se sigue produciendo, aquí y allá, donde menos se lo espera. También entre artistas que no logran acceder al circuito comercial o que prescinden abiertamente de éste. Si el trabajo del marchante es el de convertir el barro en oro, la función del artista debería ser siempre la de transformar el oro en barro, materia prima de toda creación (este último término puede encabezarse con mayúscula o con minúscula, a gusto del lector).

Contacto. 3 de septiembre de 1977. Recorriendo una calle me choco con otros peatones, Jiří Kovanda, 1976

Ahora sitúese por un momento en la ciudad de Praga. Se encuentra usted cerca de la orilla del río Moldava en la mañana del 19 de mayo de 1977. Va usted camino del trabajo (o quizás es domingo y acaba de comprar el periódico y se dispone a leerlo en el banco de un parque público, o pasea con su sobrino porque ha prometido comprarle un tebeo), y ve a un joven barbudo calzado con deportivas y con pinta de estudiante o de vagabundo que se acerca al agua, toma una pequeña cantidad del líquido elemento entre sus manos haciendo un cuenco, camina decidido unos cuantos pasos y la arroja de nuevo al río unos metros más abajo. Al principio piensa usted que se trata de un vagabundo que se lava las manos, pero al ver que repite metódicamente la operación, concluye que se trata, además, de un pobre loco. A lo mejor usted sonríe y continúa la lectura del periódico, o quizás se acerca a comprobar si el lunático no es, acaso, uno de esos ecologistas en plena protesta, puesto que se hace fotografíar mientras repite el gesto. Luego el barbudo se marcha y usted se marcha sin entender nada, puesto que nada hay que entender, y santas pascuas. Bien, aquel barbudo en cuestión, que ni estaba loco, ni era un vagabundo ni un ecologista (sino quizás todo esto a la vez, puesto que tampoco había recibido una formación artística reglada y era por tanto un autodidacta) se llamaba Jiří Kovanda (Praga, 1953) y es considerado hoy día una de las figuras más importantes del arte de acción en la República Checa.

De izquierda a derecha y de arriba a abajo: 26 de noviembre de 1977. Pegándome todo lo que puedo a un muro, recorro una habitación completa; hay gente en el centro de la habitación, mirando…; 8 de diciembre de 1977. Tapándome los ojos con las manos camino ciegamente hacia un grupo de gente situado al otro extremo del pasillo; 19 de octubre de 1977. Invito a varios amigos para que sean testigos de mi tentativa de trabar amistad con una chica; 19 de mayo de 1977. Reúno algunos desperdicios (polvo, colillas de cigarros, etc.) con las manos y cuando tengo un montón lo esparzo de nuevo; Jiří Kovanda, 1977

Desde comienzos de la década de los sesenta el happening se había convertido en la expresión más radical de expresión artística en Europa y los Estados Unidos, y a pesar de su fuerte marginalidad no carecía de un cierto público. Los inclasificables acólitos de Fluxus despedazaban pianos y tocaban música visible; Wolf Vostell convocaba a los berlineses al simbólico bloqueo de una vagina con cemento en el interior de un vagón de tren; en París Yves Klein se vestía de etiqueta para inaugurar una galería de arte completamente vacía o convocaba a la audiencia a una sala donde varias modelos desnudas se revolcaban en pintura de color azul al son de una orquesta de cámara. Kovanda, que conocía algunas de estas manifestaciones, no mantenía sin embargo ningún contacto con estos artistas, ni siquiera con los protagonistas del accionismo vienés. Cada una de sus acciones formaba parte de un conjunto más amplio que el artista ideó y ejecutó sin más preaviso que las instrucciones dadas al fotógrafo para dejar constancia de cada una de ellas: recorrer el perímetro de una habitación pegado como una lapa a la pared, recoger desperdicios del suelo en un parque público y luego esparcirlo una y otra vez, mirar el sol, esperar sentado una llamada telefónica, subir a una céntrica escalera mecánica y girarse de improviso para mirar a los ojos al peatón que estaba situado a su espalda… Las acciones eran siempre extremadamente simples, carecían de convocatoria, y por tanto de espectadores al uso.

3 de septiembre de 1977. En una escalera mecánica me vuelvo y miro a los ojos a la persona que estaba justo detrás de mí, Jiří Kovanda, 1977

Entre la miscelánea de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) Cortázar incluyó un texto titulado What Happens, Minerva?, que se abría así:

No parece necesario haber asistido a muchos happenings para saber de qué se trata, en parte porque la literatura conexa es abundante, y además porque un verdadero happening ocurre a veces sin que uno se entere conscientemente, y casi siempre son los mejores. Benjamin Patterson, músico norteamericano, imaginó una obra que se llama Lawful Dance y que consiste en pararse en una esquina hasta que el semáforo pasa al verde, oportunidad en la que se cruza a la acera opuesta y se espera a que el semáforo pase otra vez al verde para nuevamente cruzar la calle, operación que se continuará mientras a uno le dé la gana. (…) Partiendo del principio de que la distancia que separa la platea del escenario responde a ese cómodo escapismo burgués que proporciona buena conciencia sin más trabajo que comprar un billete e instalarse a ver la pieza, [Nam June] Paik estima que la oposición más radical a esta podrida institución consiste en abolir la diferencia entre actores y público (ideal nunca del todo alcanzado por los happenings usuales), al punto de llegar a un teatro anónimo que actuará o no sobre los circunstantes pero que se cumplirá lo mismo y se justificará por el solo hecho de llevarse a cabo. Así, para dar ejemplo embrionario, usted puede representar una pieza de teatro que consiste en tomar el métro en la estación Vaugirard y bajarse en la del Châtelet.
Teatro. Sigo al pie de la letra un guión escrito previamente. Gestos y movimientos han sido escogidos de modo que los viandantes no sospecharán que están viendo una performance. Noviembre de 1976. Plaza Wenceslas, Praga, Jiří Kovanda, 1976

No parece probable que Kovanda conociera este texto de Cortázar en particular, sino más bien las tesis originales de Dick Higgins, de Nam June Paik y al menos una parte de toda esa “literatura conexa” a la que se refiere el argentino. La primera acción documentada de Kovanda se remonta a 1976 y se tituló precisamente Teatro (Divadlo): en varias fotografías vemos al checo cruzar las piernas y tocarse la nariz o el pelo en mitad de la calle. Para el artista –que ha reconocido el sentido amateur de sus primeras obras- es la primera tentativa de convertir el cuerpo en instrumento, y la acción documentada en obra. Si observamos bien veremos a un viandante descendiendo una escalinata al fondo, alguien que sin duda no era consciente de que lo estaban fotografiando, y menos aún de estar formando parte de una performance, pero acaso su itinerario no es menos artificial o fingido que el del artista porque ¿dónde termina el teatro y empieza la vida? ¿no es el momento en que escribimos nuestro propio guión y lo ponemos en pie cuando dejamos de actuar para otros y empezamos a hacerlo para nosotros mismos?. Paulatinamente las acciones de Kovanda comenzaron a girar obsesivamente en torno a varios temas recurrentes: proximidad y distancia física, contacto, rutina, itinerario. El artista fuerza el contacto visual con los viandantes, trata de chocarse con ellos, cita a sus amigos para que observen cómo falla estrepitosamente en su intento de abordar a una chica por la calle. O, más terrible y más sencillo aún: se planta en mitad de la calle con los brazos en cruz, como una especie de penitente.

19 de Noviembre, 1976, Jiří Kovanda, 1976

En Italia, en el siglo XIII, el hijo de un rico comerciante de telas de la ciudad de Asís se deshizo de sus pertenencias y se dedicó a curar leprosos y alimentar pobres de solemnidad. Dicen que le gustaba estar solo y que una vez se apostó junto a una bandada de aves y predicó para ellas. Los testimonios más fenomenales -prestos a reconfigurar una y otra vez una valiosa pero escasa materia prima narrativa- nos los dibujan bajo el aspecto de un vagabundo, de un loco, y hasta de un ecologista conmovido ante la belleza del mundo. No trato de equiparar a Kovanda con un santo, pero sí poner de relieve lo esencial de su discurso. Algo hay de franciscano en el acto de ayudar al río a completar su recorrido. Algunos han definido a Kovanda como un romántico. Sus acciones nos conmueven por su absoluta ingenuidad, por su desamparo, por su gratuidad, y por su testarudez. Con Kovanda el cuerpo se manifiesta sin más discurso ni énfasis que su propia presencia, su vocación de interrumpir o de manchar o de sembrar una excepción entre lo inevitable, de establecer -mucho antes de que aparecieran jovencitos regalando abrazos en las calles- un contacto que, a pesar de ser precario e incompleto, se impone un paso más allá de lo rutinario. Sin embargo, Kovanda abandonó pronto el happening: sus acciones se desarrollaron durante poco más de un año. Desde 1978 en adelante el cuerpo (su cuerpo) desaparece de sus obras. Quizás porque pensó que ya había hecho lo suficiente utilizando aquel lenguaje, pero curiosamente también sus obras escultóricas y sus intervenciones se caracterizan por una enorme simplicidad: una pequeña pila de azucarillos en el suelo, unas galletas incrustadas en una pared, unos pequeños listones de madera fijados en el suelo, unos montículos de tierra dispersos en una franja de cesped verde. Al igual que muchas de sus acciones, estas intervenciones podrían pasar perfectamente desapercibidas.

Autumn piece, Jiří Kovanda, 1980

A veces, cuando miro una naturaleza muerta de Chardin o de Snyders, me siento conmovido, atrapado; puede que ante un apóstol del Greco o un santo de Ribera no sienta devoción, pero me fascinan igualmente; hay tanto teatro y tanta música y tanta fosforescencia y tanto tuétano en la pintura barroca, y tanta luz y precisión y orfebrería y locura en el Renacimiento! Pero la fascinación que me producen, la absoluta entrega que pueden llegar a provocar en mí (como en cualquier otro) no tienen el poder de hacerme sentir concernido. Y esto precisamente es lo que consiguen artistas como Kovanda, aún cuando no traigan nada entre las manos. Las acciones de este checo no solo me conmovieron inmediatamente la primera vez que las conocí, también me hicieron sonreir, y me pareció que me concernían y me interpelaban, que hablaban mi lenguaje, y que a más de treinta años vista seguían guardando significados y una porción considerable de su energía original. Tanto es así que el artista ha reeditado recientemente algunas de esas acciones (aunque la experiencia no le resultó demasiado satisfactoria), optando finalmente por nuevos eventos como Kissing through glass, realizado en el Tate Modern: Kovanda, parapetado tras un gran cristal, solicitaba un beso a los visitantes que pasaban al otro lado. La acción dio pie a reacciones de todo tipo, desde el asco hasta el azoramiento, la complicidad y la ternura, pero la absoluta simplicidad de la idea lograba poner de relieve la capacidad de una acción artística para desatar emociones en la persona implicada (y sin transacción económica de por medio), así como una serie de reflexiones muy accesibles para el público en torno a los conceptos de distancia, contacto físico, y profilaxis física o mental. En la primavera de 2009, ante la propagación del virus de gripe A (H1N1) en centroamérica, una injustificada histeria sanitaria conminaba a los ciudadanos de México a usar mascarillas y desterrar los besos en el comportamiento diario. La restricción y la alerta mundialmente desatada comportaba tintes xenófobos y oscuros intereses económicos, por lo que algunos protestaron besándose en público. ¿Qué más se puede añadir? Cortázar, que era un grande, lo explicó todo a la perfección:

Un happening es por lo menos un agujero en el presente; bastaría mirar por esos huecos para entrever algo menos insoportable que todo lo que cotidianamente soportamos.
Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, 1967
Kissing through glass (10 march 2007), Jiří Kovanda, 2007 (Fotografía de Sheila Burnett)

Información e imágenes sobre Kovanda en la web de la galería gb agency

Entrevista al artista en Frieze Magazine

Artículo sobre Kovanda en Flash Art Online

Acerca de Rrose

https://wrroseblog.wordpress.com/
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3 respuestas a Kovanda

  1. Pingback: Kovanda at El teatro de Tina

  2. nieves dijo:

    Creo mucho en eso! inconscientemente en la interacción existe esa huella, pero es más divertido cuando la reacción es desconocida, y provocarla aun más!! Todos lo somos :)

  3. Páparo dijo:

    Me ha gustado mucho la entrada, ha sido un encontronazo feliz con un artista que desconocía. En la serie “Teatro” en realidad son tres las personas (personajes) que se repiten en las fotografías. En la segunda fotografía se aprecia, en lo alto de las escaleras, a un señor con las manos en los bolsillos de su chaquetón (me daban ganas de escribir “gabán”, vaya a saber por qué, aunque lo suyo hubiera sido usar “saco” y completar un homenaje minúsculo, como esas esculturas de azucarillos y galletinas, a Cortázar) y alguien junto a él, oculto/a tras la farola, pero que vemos en la última fotografía.

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