Monstruos y Marilyns

Frank, Jesse Lenz, 2009

Cuando un servidor colocó una pegatina, circular y roja, sobre la nariz de Luis de Góngora en una postal que había comprado hace años en la –ahora ya lamentablemente extinta- Librería Padilla de Sevilla, no se imaginaba que el mismo gesto, en otras latitudes, formaba parte de la mitología más reciente del arte contemporáneo. Adrian Anthony Gill, polémico crítico televisivo y gastronómico del Sunday Times, puso en solfa hace unos años el mercado del arte a través de una nota de prensa en la que narraba de primera mano cómo un insulso retrato de Stalin de su colección había multiplicado su valor gracias a la intervención del – también sumamente polémico- artista Damien Hirst, el cual pintó sobre la nariz del dictador un torpe círculo rojo. La casa de subastas Sotheby´s, que en un primer momento había rechazado la obra original bajo el argumento de que no vendían arte o propaganda nazi o estalinista, aceptó encantada la venta del ready-made de Hirst que alcanzó al final de la subasta un elevadísimo precio.

Hitler, Jesse Lenz, 2009

La reutilización de iconos populares para su transformación subversiva comienza de forma fulgurante en 1919 con los bigotes que un dadaísta francés coloca sobre una postal de la Gioconda, pero como en todo el posterior decurso de la obra duchampiana, aquel ready-made titulado L.H.H.O.Q. no era más que un episodio brillante y aislado. Duchamp nunca volvía sobre sus pasos, pero el arte evoluciona bajo el signo de una espiral. A menudo retorna sobre sí mismo dándonos la oportunidad de reconocer paisajes similares pero transformados bajo leves matices: pequeñas variaciones en el eje de rotación dan lugar a nuevos itinerarios. La sistemática reutilización de iconos populares que Andy Warhol puso en marcha guarda un considerable aire de familia con aquel chispazo duchampiano, pero con sus retratos serigráficos en serie Warhol proponía un tipo de obra que -independientemente de una posible crítica que no siempre era evidente- ganaba la batalla que otros artistas más radicales habían perdido o abandonado de antemano: la del público y sobre todo la del mercado. A pesar de que la alargada sombra de Duchamp planeaba claramente sobre el primer espíritu del arte pop, el artista francés, siempre ajeno a escuelas y estilos, dijo que no se reconocía en la obra de aquellos jóvenes que repetían una y otra vez sus hallazgos.

L.H.H.O.Q., Marcel Duchamp, 1919; Mao, Andy Warhol, 1973
Mao, Jesse Lenz, 2009

El Stalin de Hirst es tan brillante o tan vacuo como el resto de su cotizadísima obra (he estado tentado de escribir “su polémica obra”, pero me temo que una gran parte de la polémica que Hirst genera no se sustenta en las obras en sí mismas sino en su cotización; bien dicho queda, pues). Hemos de suponer que el elevado precio de esta obra de Hirst se justifica por el efecto distorsionante y satírico -y también políticamente correcto- que el círculo rojo opera sobre la nariz del dictador soviético. Sabemos que con L.H.H.O.Q. Duchamp trastocaba un icono cultural de primer orden, pero su intervención se encuadraba en el contexto de un combate socio-cultural abierto por el dadaísmo, y sin retroceso: nada fue lo mismo después de aquello, y aquella postal no era más que una estocada más en el duelo en curso. Cuando John Heartfield satiriza al partido nazi y en particular la figura de Hitler recomponiendo fotografías de prensa, no está jugando al demiurgo que convierte en oro lo que toca, sino que, muy al contrario, se está jugando su seguridad personal, hasta el punto de que en 1933 se ve obligado a exiliarse en Checoslovaquia, y posteriormente a Inglaterra. Ergo, si damos crédito a la exposición que A.A. Gill hace de los motivos que llevan a Hirst a intervenir la nariz de Stalin (ante la imposibilidad de colocar a Sotheby´s la obra original sin retocar, Gill encarga a Hirst la intervención) hemos de concluir que se trata, de principio a fin, de una operación puramente especulatoria con el resultado de un claro beneficio económico para el artista y el comitente.

Adolf, der Ubermensch: Schluckt Gold und redet Blech (Adolf, el Superhombre: traga oro y escupe basura), John Heartfield, 1932; Stalin, Damien Hirst, 2007

Si así lo deseáramos podríamos barruntar que el episodio estaliniano de Hirst no es sino una cuidadosa operación artística que deja al descubierto las poco honrosas motivaciones que mueven el mercado del arte, pero en este episodio, como en la mayor parte de las entregas de esta particular telenovela del mundo del arte, la obra de Hirst no contribuye nunca a desenmascarar tales motivaciones, sino que, muy al contrario, las refrenda, viéndose beneficiado de un discurso supuestamente crítico o de índole moral que en realidad pertenece por derecho propio a otros artistas mucho más combativos pero también mucho menos mediáticos (sobre esto puede verse el extenso artículo póstumo de Juan Antonio Ramírez titulado «El arte no es el capital», Revista Lápiz, nºs 256 y 257, o esta noticia de El País).

Phantom of the opera y Stalin, Jesse Lenz, 2009

Lo que deseo decir con todo esto es algo que parece evidente y que sin embargo pocas veces se enuncia: que hasta los artistas más cotizados o alabados por la crítica -y no me refiero ya únicamente a Damien Hirst, sino también a otros mucho menos discutidos que él- son tan capaces como cualquier otro de producir obras profundamente mediocres, con la salvedad de que en su caso el prestigio cosechado actuará en su favor contrarrestando la metedura de pata: los grandes clientes/coleccionistas/inversores no compran obras de arte, sino firmas, marcas cuyo valor crece o decrece según las leyes del mercado. Y por tanto, también ocurre justo lo contrario: creadores sencillamente desconocidos o cuyo radio de acción no es el de la primera línea del mercado artístico son perfectamente capaces de elaborar obras brillantes. Tomemos por ejemplo a Jesse Lenz, un diseñador gráfico estadounidense de apenas 22 años. No acudo a él por su pertenencia a aquella corriente combativa a la que me refería antes -y de la que probablemente se encuentra, también, muy lejos- sino por el conjunto de elementos que ha sabido reunir en una divertidísima serie de imágenes titulada Monsters and Marilyns y cuya sintaxis viene a dar un contrapunto cuando menos interesante a todo lo que hasta aquí se ha dicho.

Drac, Jesse Lenz, 2009

Lenz ha reunido en un solo escuadrón a retratos de políticos, revolucionarios y mandatarios del siglo XX y XXI junto a otros de entrañables monstruos del cine y la televisión, y todos ellos han sido definidos como hijos de una misma tribu mediante una serie de rasgos repetidos (blonda y ondulada cabellera, carmín rojo y sombra de ojos) en la que se reconoce sin dificultad la huella warholiana. Pero aquello que en las obras de Warhol se desliza solo en un segundo plano (una visión de la cultura popular que continuamente oscila entre el horror y la más absoluta fascinación, y que en las etapas finales de su vida perdió toda capacidad crítica) en la serie de Lenz se muestra abiertamente, porque es reinterpretado y reconducido hacia una lectura mucho más mordaz. Y es que hay un Warhol fulgurante que en los años sesenta estampa y repite el rostro de Marilyn Monroe o de Liz Taylor como obsesión personal, y hay un Warhol crepuscular y temeroso de perder su status económico y artístico que, probablemente no desprovisto de talento, se obstina sin embargo en repetir hasta la saciedad su fórmula realizando a golpe de talonario retratos de magnates y escaladores sociales.

Che, Jesse Lenz, 2009

Si los monstruos marilinyzados de Lenz fascinan es porque, mezclando recursos dispares, estos se revelan no solo plásticamente eficaces sino dotados de un mensaje bien redactado, un enunciado que no nos habla tanto de la política o de la ideología en sí misma como del monstruoso papel que los medios de masas cumplen en la transformación de seres normales -cuando menos, y genocidas o terroristas institucionalizados cuando más- en objetos de adoración incondicional.

C.S. Lewis dijo una vez: “Cuán aburridamente parecidos han sido todos los grandes tiranos y conquistadores”. Esta es la principal idea que se esconde tras las serie Monsters and Marilyns. A través de la historia, fascistas, comunistas, marxistas y socialistas han asesinado y oprimido a aquellos que se encontraban bajo su mandato, a pesar de que la propaganda y la cultura popular han intentado transformar a estos monstruos en héroes e iconos. Retorciendo la memoria de los pueblos y lavándoles el cerebro como en una pesadilla orwelliana.
La imagen serigrafiada de Marilyn Monroe que pintó Andy Warhol es una de las obras más emblemáticas del Pop Art. Sin embargo no son muchos los que saben que aquel cuadro pretendía mostrar la máscara de popularidad que soportan todas las estrellas. En la superficie había diferentes sombras de felicidad, pero debajo de toda la pintura y las sonrisas había algo más oscuro: depresión, adicción a las drogas, y suicidio. Yo tomé esta idea y la reinterpreté para mostrar esa dicotomía en nuestra sociedad: “no importa cuánto se esfuerce la cultura popular y los medios de masas para maquillar y embellecer a toda esa gente. Siguen siendo monstruos”.
Mi objetivo es forzar al público a mirar a través del despliegue mediático y las máscaras de la celebridad para ver a la gente tal y como es en realidad. Al igual que en 1984, la obra maestra de George Orwell, a nuestra sociedad le gusta que le mientan. Nos gusta pensar que todo marcha bien cuando en realidad todo se hunde a nuestro alrededor. Queremos creer las mentiras y las promesas falsas que brotan de las bocas de los políticos. Necesitamos despertar y tomar conciencia de que mentirnos a nosotros mismos no cambiará la realidad. Necesitamos la verdad. La verdad os hará libres, pero no os permitirá dormir plácidamente por las noches…
Jesse Lenz
Hannibal, Jesse Lenz, 2009

Lo que distancia -si no como valor cualitativo sí al menos como valor diferencial- a estos rostros de los glamourosos rostros warholianos  es, en primer lugar, la recuperación de la sátira política (elemento imprescindible para el buen funcionamiento de la democracia), y me refiero al mismo sentido de la sátira que Heartfield ejerció hasta sus últimas consecuencias, la misma sátira que se ausenta clamorosamente del Stalin de Hirst (¿qué objetivo tiene la nueva nariz de Stalin sino el descrédito y de qué otra cualidad carece precisamente esa obra sino de la auténtica potencia satírica?); en segundo lugar -y este es el mayor logro de la serie- la sátira de Lenz está catapultada por un terrible y encantador sentido del humor, aquel sentido del humor que todavía brota de la bigotuda broma duchampiana, y que aquí no deja títere -marxista, fascista, neoliberalista o ultrarreligioso- sin peluca.

Ayatollah y Obama, Jesse Lenz, 2009

Monsters and Marilyns

Bobby ‘Boris’ Pickett & The Cryptkickers – Monster mash

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4 respuestas a Monstruos y Marilyns

  1. Ahui dijo:

    Me gustó, necesito una peluca así :D

  2. Mamen dijo:

    Como siempre , muy bueno…….
    besos.

  3. Lo Leo Luego dijo:

    Este artículo ha sido incluido en Lo Leo Luego http://loleoluego.tumblr.com/ (recopilatorio de artículos y reportajes interesanter para leer con mucha calma) con fecha de 15 de Febrero.

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